La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, narrada en Mateo 21:1-11, es mucho más que un evento histórico. Es el cumplimiento de una profecía anunciada por Zacarías y una revelación del carácter del Mesías: humilde, manso y lleno de propósito divino.
Jesús entra montado en un pollino, un asno joven, simbolizando que venía como Rey de paz. En la cultura bíblica, los reyes usaban caballos para la guerra, pero montaban asnos cuando venían en son de paz. Este detalle, cargado de simbolismo, nos muestra que Jesús no vino a conquistar con violencia, sino a traer salvación y reconciliación.
El pollino también representa la misión redentora de Jesús: cargar sobre sí los pecados del mundo en la cruz. Al ser un animal que nunca había sido montado, Jesús lo consagra para una tarea santa y única, demostrando que su obra era apartada por Dios.
La multitud extendía sus mantos en el camino, un gesto reservado para los reyes. Esto representa, espiritualmente, el acto de rendir nuestras vidas y autoridad a los pies de Cristo. El manto simboliza identidad, poder y posición, y al ponerlo ante Jesús, reconocemos su soberanía sobre todo lo que somos.
También se agitaban ramas de olivo, que en la Biblia representan paz. Jesús es el Príncipe de Paz, y vino a traerla tanto al mundo como a nuestros corazones.
Finalmente, la multitud representa el séquito real. Aquellos que adoraban a Jesús lo hacían de corazón, con sinceridad y gozo. Así debe ser nuestra adoración hoy: auténtica, profunda y espontánea.
Debemos aprender a poner nuestras coronas a los pies de Cristo: logros, títulos, posesiones… todo debe estar rendido a Él. Solo así reconocemos que Él es nuestro Rey y que toda gloria le pertenece.
¡Hosanna al Hijo de David! Bendito el que viene en el nombre del Señor.